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14.10.13
Burbujas para siempre
ROBERT J. SHILLER

Publicado por Project Syndicate (17-07-2013)

Podría pensarse que vivimos en un mundo posburbuja desde el colapso de la mayor burbuja inmobiliaria en la historia del planeta en 2006 y el final de una burbuja mundial en el mercado de valores el año siguiente. Pero se vuelve a hablar de burbujas una y otra vez –burbujas inmobiliarias que aparecen o continúan en muchos países, una nueva burbuja mundial en el mercado de valores, una burbuja de largo plazo en los mercados de bonos estadounidense y de otros países, una burbuja en el precio del petróleo, una burbuja del oro y así sucesivamente.

Sin embargo, no esperaba una historia de burbujas cuando visité Colombia el mes pasado. Pero, una vez más, los locales me hablaron de una burbuja inmobiliaria en curso y mi chofer me paseó por el centro vacacional costero de Cartagena y señaló, con voz asombrada, varias casas que recientemente se vendieron por millones de dólares.

El Banco de la República, el banco central colombiano, mantiene un índice de precios de viviendas para tres ciudades principales: Bogotá, Medellín y Cali. El índice ha aumentado el 69 % en términos reales (ajustado por inflación) desde 2004 –la mayor parte del aumento se produjo después de 2007. Esa tasa de crecimiento de los precios recuerda la experiencia estadounidense, donde el índice de precios de viviendas para diez ciudades S&P/Case-Shiller aumentó el 131 % en términos reales entre su mínimo, en 1997, y su máximo, en 2006.

Esto plantea la pregunta: ¿qué es una burbuja especulativa? El diccionario de inglés Oxford define una burbuja como «cualquier cosa frágil, insustancial, vacía o sin valor; un espectáculo engañoso. A partir del siglo XVII a menudo se aplica a esquemas comerciales o financieros engañosos». El problema es que palabras como «espectáculo» y «esquema» sugieren una creación deliberada más que un fenómeno social extendido que no depende de un empresario teatral.

Tal vez la palabra burbuja se usa con excesivo descuido.

Eso ciertamente cree Eugene Fama. Fama, el defensor más importante de la «hipótesis de los mercados eficientes», niega la existencia de las burbujas. Según explicó en una entrevista en 2010 con John Cassidy para The New Yorker, «Ni siquiera sé qué significa una burbuja. Esas palabras han vuelto populares. No creo que tengan ningún significado».

En la segunda edición de mi libro Exhuberancia irracional, intenté presentar una mejor definición de burbuja. Una «burbuja especulativa», escribí entonces, es «una situación en que las noticias de los aumentos de precios alimentan el entusiasmo de los inversores, que se difunde por contagio psicológico de una persona a otra y en el proceso amplifica historias que pueden justificar esos aumentos». Esto atrae «a una clase de inversores cada vez mayor, que a pesar de las dudas sobre el valor real de la inversión se ve atraída hacia ella en parte por envidia del éxito de otros y en parte por el entusiasmo de la apuesta».

Ese parece ser el núcleo del significado de la palabra su uso más frecuentemente. En esta definición está implícita una sugerencia sobre por qué es tan difícil para los «apostadores inteligentes» beneficiarse apostando contra las burbujas: el contagio psicológico promueve un modo de pensar que justifica los aumentos de precios, por lo que la participación en la burbuja podría llamarse casi racional. Pero no es racional.

La historia es distinta en cada país, refleja sus propias noticias, que no siempre cuadran con las de otros países. Por ejemplo, parece que la historia actual en Colombia es que el gobierno del país, ahora bajo la apreciada gestión del presidente Juan Manuel Santos, ha reducido la inflación y las tasas de interés para llevarlos a niveles de países desarrollados, y ha eliminado la amenaza de los rebeldes de las FARC, inyectando así nueva vitalidad a la economía colombiana. Esa es una historia lo suficientemente buena como para impulsar una burbuja inmobiliaria.

Como las burbujas son esencialmente fenómenos sociopsicológicos, resultan, por su propia naturaleza, difíciles de controlar. La acción regulatoria desde la crisis financiera puede disminuir las burbujas en el futuro. Pero el temor público a las burbujas también puede aumentar el contagio psicológico y alimentar aún más profecías autocumplidas.

Un problema de la palabra burbuja es que crea una imagen mental de una burbuja de jabón en expansión, que está destinada a estallar brusca e irrevocablemente. Pero las burbujas especulativas no terminan tan rápidamente; de hecho, pueden desinflarse un poco, cuando cambia la historia, y luego recuperar impulso.

Pareciera más preciso referirse a estos episodios como epidemias especulativas. Sabemos por la gripe que una nueva epidemia pueda parecer repentinamente justo cuando una anterior está desapareciendo, si surge una nueva forma del virus o algún factor ambiental aumenta la tasa de contagio. De manera similar, una nueva burbuja especulativa puede aparecer en cualquier momento si surge una nueva historia sobre la economía y su fuerza narrativa es lo suficientemente poderosa como para disparar un nuevo contagio de pensamiento entre los inversores.

Esto es lo que ocurrió en el mercado en alza durante la década de 1920 en EE. UU., que alcanzó su punto máximo en 1929. Hemos distorsionado esa historia al pensar en las burbujas como un período de dramático aumento de los precios seguido por un repentino punto de quiebre y una caída importante y definitiva. De hecho, un gran aumento de los precios reales de las acciones en EE. UU. después del «Martes Negro» generó un repunte en 1930 que los llevó a recuperar la mitad de las pérdidas respecto de 1929. A esto siguió una segunda caída, otra bonanza entre 1932 y 1937, y un tercer quiebre.

Las burbujas especulativas no terminan como un cuento, una novela o una obra de teatro. No hay un desenlace final que lleve todos los hilos de la narrativa a una conclusión final impresionante. En el mundo real, nunca sabemos cuándo termina la historia.


25.4.11
Duelo por el sector inmobiliario
JOSÉ GARCÍA MONTALVO

Publicado en LA VANGUARDIA (03/04/2011)

Hace más de tres años que dura el duelo por la debacle del sector inmobiliario español. Los datos del 2010 muestran la magnitud de la tragedia: la iniciación de viviendas ha caído al 10% del nivel del 2006. Por su parte los precios han caído oficialmente un 13%, aunque otras fuentes sitúan la caída en el 18%. En fin, un drama.

A finales del 2007 comparé el duelo de los asistentes al funeral inmobiliario (Gobierno, promotores y constructores, banqueros, etcétera) con el duelo por la pérdida de un familiar. Los psicólogos distinguen varias etapas bien definidas en el proceso del duelo. En primer lugar hay shock y negación. Luego aparece la ira y la culpa. Le sigue la depresión y la percepción disfuncional de la realidad. Y, finalmente, la fase de aceptación y la superación del duelo.

La fase de shock pilló al Gobierno hablando de que España tenía el mejor sector inmobiliario (Chacón dixit) y el mejor sector financiero del mundo (Zapatero dixit), a pesar de que todos los indicadores de peligro de la economía española estaban centelleando en rojo hacía mucho tiempo. Rápidamente, llegó la fase de negación (de la crisis), que duraría dos años. Los promotores y constructores también estaban inicialmente en shock: ¿cómo es posible que no haya compradores para una casa de 50 metros cuadrados si solo pedimos 600.000 euros?

Inmediatamente pasaron a la negación: “Que nadie espere que el precio de la vivienda baje”, “la demanda anual no bajará de 450.000 viviendas”, o “el precio de la vivienda se vaa disparar si no se construye más” se empeñaban en decir. El sector bancario, por su parte, negaba que fuera a tener ningún problema: tenía provisiones de sobra y una tasa de morosidad mínima. Y mientras, refinanciaba a promotores y constructores como si la cosa fuera a ser una tormenta de verano.

Casi simultáneamente aparece la ira, proyectada contra la prensa internacional. Querían hundir a España y desanimar la compra de vivienda de los inversores. Inmediatamente, comenzó la fase de culpa, pero de una manera especial. En un duelo normal la atribución de responsabilidad es interna: si un familiar muere en un accidente la persona en duelo cree que es su culpa. En el caso del Gobierno y los promotores funcionó al revés. El Gobierno rápidamente culpa a la crisis financiera internacional.

Recientemente, Zapatero utilizó un informe del FMI muy autocrítico para justificarse: ellos tampoco vieron venir la crisis. ¡Mal de muchos, consuelo de tontos! Los promotores culpan a las entidades financieras de sus desgracias con unos argumentos realmente sorprendentes. Les hacen la competencia desleal vendiendo viviendas, y no dan créditos. Pero claro, los bancos están vendiendo las viviendas que algún constructor les dio al no poder pagar sus deudas. Por tanto, es uno de los suyos quien, en última instancia, les está haciendo la competencia.

Respecto al crédito se niegan a aceptar que hace falta alguien que lo ofrezca pero también alguien que lo demande. El sector financiero le echa la culpa a la crisis financiera global mientras utiliza la conocida táctica de extender y pretender, controlando su morosidad de las formas más diversas: refinanciando, adjudicándose inmuebles, etcétera.

Un tiempo después llega la fase de percepción disfuncional de la realidad. El Gobierno en pocos días pasa de decir que no hay crisis a ver brotes verdes en todas partes. La recuperación llegará el siguiente trimestre dice cada trimestre. Los promotores pasan en pocos días de no aceptar que los precios de la vivienda puedan bajar a decir que ya habían bajado mucho, todo lo que podían bajar. Las ministras de Vivienda alientan a los ciudadanos: “Es el mejor momento para comprar una vivienda”. Y Zapatero zanja en Estados Unidos: los precios de la vivienda han tocado suelo. A los pocos días Tinsa dice que la caída del precio se acelera y la UE que los precios tienen que caer todavía un 17% en España. Por su parte, el sistema financiero sigue a lo suyo, con discreción. Y, mientras la crisis se acentúa, la iniciación de viviendas se sigue hundiendo, las viviendas terminadas no se venden y las tasas de morosidad de las entidades financieras se disparan.

Los psicólogos dicen que hay riesgo de que no se supere la fase de percepción disfuncional de la realidad. Por eso muchas veces es necesario un especialista. Al Gobierno español y la banca les hicieron falta nada menos que tres psiquiatras: uno llamado mercados, otro Unión Europea y otro de casa, llamado Banco de España. El Gobierno empieza a aceptar, a regañadientes, la realidad. Las entidades financieras empiezan a sentir el aliento del Banco de España en la nuca: si os quedáis casas, el 30% de cobertura a partir del segundo año; si un crédito es moroso y tiene solares como garantía, un 50% de cobertura al final del primer año; y si no tienes suficiente capital te recapitalizaremos a la fuerza.

La fase de aceptación parece estar en marcha, aunque no para todos. Los promotores siguen en su propio mundo de ilusión y fantasía. Piden 72.000 millones de financiación bancaria. Dicen que los precios no pueden bajar más y que nunca bajaron en las mejoras zonas, en contra de la evidencia disponible. Piden medidas para agilizar la recalificación de terrenos con el enorme stock de viviendas sin vender que existe. Siguen pensando en construir 300.000 o 350.000 viviendas anuales a pesar de que el grupo de edad de primeros compradores se contraerá drásticamente en los próximos años como consecuencia de las mínimas tasas de natalidad de finales de los años ochenta. Siguen sin aceptar la diferencia entre demanda potencial (asociada a la demografía) y demanda efectiva (que también tiene en cuenta las tasas de desempleo y, sobre todo, la renta). Considerando la renta disponible de los hogares, los precios de la vivienda en España siguen siendo estratosféricos.

Y en todo esto, ¿dónde están los expertos y economistas del Inside job español? Aquellos que decían que la demanda justificaba construir 650.000 viviendas anuales, o cualquier cantidad que a la asociación de promotores que pagaba el informe de turno le pareciera oportuna. Aquellos que, desde su despacho en una entidad financiera, decían que el sistema financiero español no tenía ningún problema. Aquellos que decían que la crisis no llegaría a España mientras entraban en su oficina gubernamental. Aquellos que decían, ya en plena crisis, que la economía española necesitaba cuatro millones de inmigrantes más. Pues ahí siguen: ahora dándonos lecciones de cómo salir de la crisis. Quizás algún día habría que hablar también de ellos.

En fin, reconozco que me equivoqué en la extensión de cada fase cuando hace algunos años planteé como sería el duelo por el sector inmobiliario español. Pero la culpa no es mía: es del psicólogo que invento la teoría del duelo…

José García Montalvo. Catedrático de Economía de la UPF.


27.11.05
Los mitos inmobiliarios de nuestro tiempo
JOSÉ MANUEL NAREDO

Publicado en LA VANGUARDIA (20/11/2005)

Seis tópicos sobre el mercado inmobilario en España y el comportamiento de los propietarios son desmenuzados y puestos en entredicho. La conclusión apunta a que, a pesar de lo que se diga, en nuestro país hay burbuja inmobiliaria, empujada por la espiral de compras especulativas y créditos baratos.

La interpretación del panorama inmobiliario español está viciada por la pervivencia de una serie de mitos acordes con el negocio inmobiliario imperante que, a fuerza de repetirse, acaban arraigando en la población.

El primero de ellos viene a decir en España no hay cultura de alquiler: los españoles quieren vivienda en propiedad casi desde el neolítico. Esta creencia es falsa, ya que en 1950 la situación era justo la contraria: las viviendas ocupadas por sus propietarios suponían solo el 46 % del total y eran mucho más minoritarias en las grandes ciudades. En Barcelona solo el 5 % de las viviendas estaba ocupado por sus propietarios, en Madrid el 6 %, en Sevilla el 10 %, en Bilbao 12 %... La creación franquista de un Ministerio de Vivienda apuntó, entre otras cosas, a promover la vivienda en propiedad como vacuna frente a la inestabilidad social: con la retórica falangista del momento se decía que para hacer gente de orden había que facilitar el acceso de la población a la propiedad de la vivienda y atarla a responsabilidades de pagos importantes. Solamente un continuismo digno de mejor causa en lo que concierne a esta política permitió cambiar la cultura del alquiler en favor de la propiedad y otorgar a España el récord europeo en este campo.

El segundo nos dice "Pagando alquiler se tira el dinero": compre una vivienda y conviértase en propietario.

Este eslogan oculta la verdadera disyuntiva a la que se enfrenta quien quiere habitar una vivienda pero carece del patrimonio necesario para comprarla. La decisión oscila entre pagar una renta al propietario en concepto de alquiler o pagar la renta de una hipoteca a una entidad financiera. En ninguno de los dos casos se tira el dinero, sino que se paga por un servicio. El engaño también procede de ignorar que el titular no es propietario pleno de la vivienda hipotecada, ya que en caso de impago el prestamista pasaría a ser el propietario, desahuciando al titular de la misma. Sólo si el comprador paga religiosamente los intereses del crédito y devuelve el principal, acabará adquiriendo la propiedad ¿libre de cargas? del inmueble. Y con los plazos tan dilatados que hoy se establecen para posibilitar los pagos, esto podría ocurrir dentro de treinta o cuarenta años. Con previsiones de tipos al alza y de precios de la vivienda a la baja, el alquiler sería más recomendable que la compra y viceversa. De ahí que el afán de comprar venga avalado por el siguiente mito a comentar.

Tercero: Los precios de la vivienda nunca han bajado ni bajarán. La experiencia indica, por el contrario, que los precios bajaron en el pasado y, con mayor razón, podrán hacerlo en el futuro. Sin ir más lejos, cuando la anterior burbuja inmobiliaria se desinfló tras los festejos de 1992, el índice de precios de la vivienda ¿elaborado por el antiguo Ministerio de Fomento? registró caídas para la vivienda nueva durante 1992 y 1993 y para la vivienda usada durante 1992. Y hay que advertir que en el caso de la vivienda usada este índice tiene aversión a la baja, pues no se apoya en verdaderos precios de mercado, sino de tasación, que acusan una inercia importante: cuando decae un período de auge aumenta el período de venta y los más necesitados de liquidez acaban vendiendo por debajo de los precios inicialmente demandados en los anuncios o atribuidos en las tasaciones. En período de declive, los precios de mercado tienden a caer más que los de tasación, tal y como confirma la experiencia del ciclo anterior en el que los precios de las nuevas promociones ¿más acordes con los precios de mercado? cayeron mucho más que los de tasación de la vivienda usada. El hecho de que no tengamos experiencia de caídas estrepitosas y prolongadas de los precios de la vivienda, como las ocurridas en otros países, permite mantener impunemente el mito de la irreversibilidad a la baja de los precios de la vivienda, pese a que los espectaculares niveles alcanzados hacen mucho más previsible que nunca correcciones a la baja.

Cuarto: Hay que forzar la construcción de vivienda nueva para cubrir el déficit existente. Cuando España encabeza a la Unión Europea en número de viviendas por cada mil habitantes, no cabe seguir hablando de déficit de vivienda. Sin embargo, España ocupa un lugar bastante modesto en número de viviendas principales por mil habitantes. La espectacular disociación entre la dotación de viviendas totales y de viviendas principales se explica porque España también es líder europeo en viviendas secundarias y desocupadas por mil habitantes. Pues en el último boom inmobiliario han comprado y acumulado viviendas quienes podían pagarlas, no quienes más las necesitaban para vivir en ellas.

Quinto: Los emigrantes son los grandes compradores de vivienda que compensan el declive de la demografía interna o, también, la demanda de viviendas se mantiene fuerte gracias a la entrada masiva de emigrantes. Cuando el estancamiento y la previsible disminución de la demografía interna no reclaman para el uso las enormes cantidades de vivienda nueva que se están construyendo, se recurre a la justificación de los inmigrantes, confundiendo dos cosas bien distintas: necesidades de alojamiento y demanda solvente de vivienda. Todo ello con tal de no reconocer que lo que mueve tan desmedidos afanes constructivos no es ningún empeño de satisfacer necesidades de alojamiento, sino el pingüe negocio de las plusvalías derivadas de las recalificaciones de suelo, siendo la construcción el medio colaborador necesario para posibilitar la transformación de los terrenos rústicos en suelo edificado, añadiendo como poco tres ceros a su valor.

Sexto: No hay burbuja inmobiliaria, la escasez de suelo es la culpable del alto precio de la vivienda. Esta idea queda sin respaldo cuando se observa que la expansión del suelo urbanizable ha venido superando ampliamente las necesidades de edificación. La confusión arranca de ignorar el carácter patrimonial del suelo (y de la vivienda) y de razonar sobre sus mercados como si de cualquier otra mercancía-flujo se tratara.

Y es que el suelo no es una materia prima como los ladrillos o el cemento, ni tampoco un salario. Ambos son bienes raíces que la gente valora y atesora por si mismos. En este caso su valor de mercado responde sólo a la pequeña fracción de dichos stocks que cambia de mano y se revela poco sensible al coste y a la producción del bien patrimonial en cuestión, dependiendo sobre todo de consideraciones y expectativas ajenas a éstos y de su comparación con el tipo de interés, que marca la retribución alternativa del dinero. De ahí que sus precios se hayan visto empujados al alza cuando la caída conjunta de la bolsa y el tipo de interés desincentivó las alternativas de inversión. La mayor demanda de terrenos y viviendas acarreó subidas de precios que atrajeron nuevas oleadas de compras y nuevas perspectivas de revalorización, originando esa espiral de revalorización y compra especulativa (apalancada con créditos) que suele llamarse burbuja inmobiliaria. Como hemos indicado, la mitología se empeña en decir, en contra de toda evidencia, que no hay burbuja inmobiliaria, sino subidas normales de precios derivadas de la escasez de suelo.

José Manuel Naredo es economista y estadístico. Profesor 'ad honorem' de la escuela de Arquitectura de Madrid, y profesor de la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Complutense.


12.8.05
¿Se desinfla la burbuja inmobiliaria?
PAUL KRUGMAN

Publicado en The New York Times (08-08-2005)
Traducción de El Universal

Esta es la manera en la que una burbuja se desinfla: no con una explosión, sino con un silbido.

Los precios de la vivienda se mueven mucho más despacio que los precios en el mercado de valores. No existen lunes negros cuando los precios caen 23% en un día. De hecho, los precios se mantienen en aumento durante un tiempo, incluso después de que el auge de la vivienda llega a su fin.

De modo que la noticia de que la burbuja inmobiliaria está acabada no significará el desplome de los precios, sino la caída de las ventas y un aumento en el inventario, y mientras, los vendedores tratarán de obtener precios que los compradores ya no están dispuestos a pagar. Y puede ser que el proceso ya haya comenzado.

Por supuesto, algunas personas todavía niegan que exista una burbuja inmobiliaria. Permítanme explicar por qué sabemos que están equivocados.

Una parte de la evidencia es la sensación de pánico respecto a los bienes raíces, que inevitablemente nos recuerda el pánico desatado en los mercados en 1999. Incluso algunos de los jugadores son los mismos. Los autores del best-seller de 1999 "Dow 36,000" se encuentran ahora entre los principales defensores del punto de vista de que no existe una burbuja inmobiliaria.

Pero también están las cifras. Muchos de los que niegan la burbuja hacen hincapié en los precios promedio para el país en general, lo cual parece preocupante pero no totalmente descabellado.

Sin embargo, cuando se trata de la vivienda, Estados Unidos se convierte en dos países: en flatland (tierra plana) y en la zona dividida.

En tierra plana, ocupada por la mitad del país, es fácil construir casas. Cuando la demanda de vivienda se incrementa, las áreas metropolitanas de tierra plana que en realidad no tienen centros tradicionales simplemente se extienden un poco más. Como resultado, los precios de la vivienda están básicamente determinados por el costo de la construcción. En tierra plana, la burbuja inmobiliaria ni siquiera podría iniciar.

Pero en la zona dividida, que se extiende a lo largo de las costas, una combinación de alta densidad de población y restricciones de uso de suelo de ahí lo de "dividida" hace que sea muy difícil construir casas nuevas. De modo que cuando la gente está dispuesta a gastar más en vivienda, digamos que debido a una caída en las tasas hipotecarias, se construyen algunas casas, pero los precios de las viviendas ya existentes también se incrementan. Y si la gente piensa que los precios continuarán subiendo, están dispuestos a gastar incluso más, incrementando más los precios, y así sucesivamente. En otras palabras, la zona dividida es propensa a crear burbujas inmobiliarias.

Y los precios de las viviendas en la zona dividida, que han aumentado mucho más rápido que el promedio nacional, claramente hablan de que existe una burbuja.

En la nación en general, los precios de la vivienda se incrementaron 50% entre el primer trimestre de 2000 y el primer trimestre de 2005.

Sin embargo, ese promedio mezcla los resultados de las áreas metropolitanas de tierra plana como Houston y Atlanta donde los precios se incrementaron 26% y 29% respectivamente con los resultados de la zona dividida, como Nueva York, Miami y San Diego, donde los precios se incrementaron 77%, 96% y 118% respectivamente.

Nadie pagaría los precios de San Diego si no creyera que esos precios seguirán incrementándose. Por el contrario, las rentas aumentaron mucho más lentamente que los precios. La lista de la Oficina de Estadísticas Laborales de "renta equivalente del dueño" se incrementaron sólo 27% de finales de 1999 a finales de 2004.

La revista Business Week informó que en 2004 el costo de rentar una casa en San Diego representó sólo 40% del costo de tener una casa similar, incluso teniendo en cuenta las bajas tasas de interés en las hipotecas. De modo que es comprensible comprar en San Diego sólo si usted cree que los precios continuarán incrementándose rápidamente, con lo cual se generarían grandes ganancias de capital. Eso es, más o menos, la definición de burbuja.

Las burbujas se terminan cuando las personas dejan de creer que las grandes ganancias de capital son seguras. Eso fue lo que pasó en San Diego al final de su última burbuja inmobiliaria: luego de un rápido incremento, los precios de las viviendas llegaron a su punto máximo en 1990. Pronto hubo un exceso de viviendas en el mercado y los precios comenzaron a bajar. Para 1996 habían disminuido 25% luego del ajuste por la inflación.

Y eso es lo que está pasando en San Diego actualmente, luego de un incremento en los precios, el cual hace parecer pequeño el auge de los 80. El número de viviendas para una sola familia y de condominios en el mercado se duplicó durante el año pasado.

"Las casas que hace uno o dos años se vendían prácticamente de la noche a la mañana en muchos casos desencadenando guerras de ofertas permanecen en el mercado durante semanas", informó Los Ángeles Times. Lo mismo está sucediendo en otros mercados anteriormente en auge.

Mientras tanto, la economía estadounidense se ha vuelto profundamente dependiente de la burbuja inmobiliaria. La recuperación económica desde 2001 ha sido decepcionante en muchos sentidos, pero esto no hubiera sucedido si no se hubiera disparado el gasto en la construcción de viviendas, además del surgimiento del gasto del consumidor, basado en gran parte en refinanciamientos hipotecarios. ¿Mencioné que la tasa de ahorros personales ha caído a cero?

Actualmente estamos comenzando a oír un silbido, al tiempo que el aire empieza a introducirse en la burbuja. Y todos, no sólo los que tienen bienes raíces en la zona dividida, deberían preocuparse.


10.4.05
Barcelona + 10 y las relaciones euromediterráneas
ESTHER BARBÉ Y EDUARD SOLER I LECHA

Publicado en LA VANGUARDIA (10-04-2005)

El sistema internacional está cambiando. Occidente tiene dificultades para afirmarse como núcleo de poder único, a la vez que algunas tendencias anuncian que avanzamos hacia un modelo policéntrico. Brasil en América Latina y China e India en Asia se consolidan como potencias emergentes, relativizándose así la centralidad del vínculo transatlántico. Vínculo que durante décadas se ha asimilado con el papel único de Occidente en el sistema internacional. En este contexto, el mundo árabe parece hoy más un objeto que un sujeto internacional. Sin embargo, dichos países tienen una importancia crucial para la UE. Por historia, por proximidad, por oportunidades y por riesgos, los vínculos de Europa con el mundo árabe son ineludibles. El Mediterráneo, microcosmos en el que buena parte de las tensiones globales tienen su reflejo, es un terreno privilegiado para desarrollar dichos vínculos.

De esta constatación se derivaría la necesidad de situar el Mediterráneo en el centro de la agenda internacional de la UE. No obstante, la realidad es distinta. La última ampliación de la UE ha supuesto un giro notable hacia el Este. Los nuevos vecinos, como Ucrania, han captado la atención de la Unión, con riesgo, según algunos, de olvidarse de los vecinos mediterráneos. Las recomendaciones de España, Francia o Italia, a favor de una mayor atención hacia sus vecinos mediterráneos, no coinciden necesariamente con las prioridades del resto de socios de la Unión.

En noviembre del 2005 se celebrará en Barcelona un encuentro entre la UE y sus socios mediterráneos. Esta cita recibe el nombre de Barcelona + 10. Tanto la fecha como el lugar escogido tienen un alto contenido simbólico, pues fue en la capital catalana, en 1995, donde se celebró el primer encuentro de este tipo. Encuentro que, por otra parte, puso en marcha una relación estructurada, conocida como partenariado euromediterráneo. Dicho partenariado, institucionalizado en la declaración de Barcelona, se fijaba como metas la creación de un espacio de paz, prosperidad e intercambio cultural y humano. Objetivos ambiciosos para una zona del planeta larvada por conflictos, desigualdades y regímenes autoritarios.

En el impulso y organización de la conferencia de 1995, España desempeñó un papel importante. Con ello, España perseguía, entre otras cosas, cambiar su imagen; pasar de mero beneficiario de las ayudas comunitarias a líder de iniciativas de interés común. En aquel contexto, las instituciones comunitarias y los gobiernos central, autonómico y local, así como el tejido asociativo de la ciudad, hicieron del Mediterráneo una prioridad política común. En suma, se crearon expectativas de entrar en una nueva dinámica que hiciera frente a los grandes retos de la región. No obstante, la frustración no tardó en aparecer al ver que los objetivos fijados quedaban en el vacío, la escasez de progresos, y que el clima político en el Mediterráneo se enrarecía con el rebrote de la tensión en Oriente Medio.

Si en 1995 se habló incluso de un espíritu de Barcelona,diez años después se habla de una segunda oportunidad. Comentario de por sí elocuente. En efecto, Barcelona + 10 se convoca con el objetivo de relanzar un partenariado euromediterréneo cuyos logros han sido incapaces de colmar las expectativas generadas. Con un cierto optimismo, hay que señalar que el contexto actual puede favorecer la obtención de resultados. Para empezar, el conflicto israelo-palestino parece haber entrado en una dinámica más alentadora. En cuanto a la UE, implicada en el reciente lanzamiento de una nueva política de vecindad, se ve en la tesitura de demostrar que no sólo se preocupa por lo que sucede en su frontera oriental. Finalmente, la política exterior del Gobierno Zapatero, fuertemente criticada por la oposición, persigue responder con éxitos en el ámbito euromediterráneo.

¿Qué resultados de Barcelona + 10 permitirían hablar de éxito? De entrada, que la conferencia tuviera lugar sin ausencias notables, que las delegaciones fueran del mayor rango posible y, particularmente, sentar en la misma mesa a Israel y la Autoridad Nacional Palestina. El mayor éxito sería, además, conseguir consensuar un texto que no fuera un compromiso de mínimos, sino un documento que diera un salto cualitativo en todos los ámbitos del partenariado (político y de seguridad, económico y social, cultural y humano).

En el ámbito político y de seguridad, razones obvias han minado, por el momento, las posibilidades de cooperación. Escaladas sucesivas de tensión en Oriente Medio, han sido el mayor obstáculo. Sin embargo, tras los atentados del 11-S en Nueva York y del 11-M en Madrid algunos han visto una oportunidad para avanzar en campos como la cooperación en la lucha antiterrorista así como para estudiar las posibilidades de implicar a los socios mediterráneos en la política europea de defensa. No obstante, parece complicada la colaboración en materias tan sensibles si no existen, simultáneamente, avances hacia la democratización y el pleno respeto de los derechos humanos o una política decidida de la Unión Europea en materia de lucha contra el terrorismo, con todo lo que ello comporta, desde la facilitación del desarrollo económico y social en los vecinos del sur hasta los instrumentos de seguridad necesarios.

En el ámbito económico, y particularmente comercial, es donde los avances han sido más tangibles. Se han firmado los acuerdos de asociación, previstos en 1995, y que son la base para constituir en el futuro una zona de libre comercio. Sin embargo, las medidas de acompañamiento para hacer competitivas las estructuras económicas de los socios mediterráneos han sido insuficientes. Además, estos países han seguido atrayendo ínfimos niveles de inversión extranjera, impidiendo así su despegue económico. Sin ir más lejos, los países europeos tan sólo han enviado a la zona el uno por ciento del total de sus inversiones extranjeras. Barcelona + 10 será el escenario para revisar nuevas formas de cooperación en el terreno económico, en general, y financiero, en particular. Sin embargo, en este ámbito es evidente que los socios del sur reivindicarán, como fundamental para sus economías, la liberalización del comercio agrícola. El partenariado chocará así, una vez más, con la línea roja, establecida por los países europeos y, entre ellos, los mediterráneos como España.

Finalmente, el campo social, cultural y humano se ha ido consolidando como el pariente pobre del partenariado, siempre relegado a un segundo plano. En los últimos años distintos indicios señalan un cambio de tendencia. El diálogo cultural, sobre todo con la creación de la Fundación Anna Lindh, y medidas en el campo educativo han abierto nuevas perspectivas de cooperación. Por eso, más que como un pariente pobre, este campo se ve ahora como una cenicienta que podría impulsar el proceso. En este ámbito existe otra línea roja,con la que chocará Barcelona + 10, y es el libre movimiento de personas. Tema en el que las ideas europeas recientes son dispares y van desde la propuesta gubernamental italo-germana de construir campos de internamiento en el Magreb para inmigrantes y solicitantes de asilo, hasta la creación de un visado euromediterráneo para facilitar el movimiento de grupos concretos de población (idea apoyada por el Parlamento Europeo).

Tras lo dicho, es evidente que Barcelona + 10 se enfrenta a balances negativos (democratización, inversiones) y a dificultades estructurales (líneas rojas, como el conflicto de Oriente Medio, la liberalización agrícola o el libre movimiento de personas).Apesar de ello, el Gobierno español ha insistido en su voluntad de relanzar y reforzar el partenariado euromediterráneo. Eso sí, en un contexto en transformación (conflicto palestino-israelí, política de vecindad de la UE, estrategia estadounidense hacia la región). La preparación de la reunión de Barcelona plantea, de momento, múltiples interrogantes. ¿Contará el Gobierno español con el apoyo de los grandes estados de la Unión, de los nuevos miembros y de socios mediterráneos clave? ¿Hasta qué punto la situación en Palestina, con las elecciones legislativas y la retirada de Gaza, no penderán como la espada de Damocles sobre las posibilidades reales de éxito del encuentro? ¿Qué lugar ocupará el Mediterráneo en la voluntad de la UE de ampliar su papel internacional en un mundo crecientemente policéntrico?

Esther Barbé es catedrática de Relaciones Internaciones de la UAB. Eduard Soler es investigador del Institut Universitari d´Estudis Europeus.


Inmigrantes: ¡que vengan!
JUAN ANTONIO HERRERO BRASAS

Publicado en EL MUNDO (05-03-05)

Pese a las duras críticas que, desde ciertos sectores, están siendo lanzadas contra el Gobierno de Zapatero por el actual proceso de regularización de inmigrantes, el hecho indudable es que éste constituye la única opción realista y sensata que quedaba para dar salida a una compleja situación humana, social y hasta económica que, de otro modo, habría desembocado en drama y catástrofe.

La alternativa al proceso de regularización no era más que el paulatino estrangulamiento social, económico y, en definitiva, humano de cientos de miles de personas. Además, claro, del recurso a la acción policial. Pero la acción policial bien sabemos que sólo es complementaria. No tenemos policías suficientes ni medios de ningún tipo para detener y expulsar a un millón de personas.E incluso si eso fuera posible, para llevar a cabo tal redada habría que recurrir a métodos más propios del nazismo que de un sistema verdaderamente democrático. Además, teniendo otros problemas más apremiantes, como tenemos, sería demencial dedicar los relativamente escasos recursos de seguridad ciudadana con que contamos a cazar a personas que no han cometido ningún delito propiamente hablando.

Un proceso de estrangulamiento social y acoso policial requiere, entre otras cosas, una extraordinaria dosis de indiferencia al sufrimiento humano, algo de lo que hacen gala los gobiernos de ciertos países que se dicen democráticos, pero no es característico de la política de nuestro país, y mucho menos de un Gobierno de izquierdas. Pero incluso con independencia de estas consideraciones, el hecho es que mantener una bolsa de cientos de miles de inmigrantes ilegales sin perspectivas de regularización no es, en última instancia, más que apostar por un estallido de la delincuencia.

En España, la vacuna histórica del franquismo hace que se haya generado en la opinión pública un sistema inmunológico que reacciona duramente ante cualquier signo de inflexibilidad, autoritarismo e inhumanidad en la acción política. Por eso, a diferencia del terrible elitismo que caracteriza, por ejemplo, al mundo político francés, nuestros políticos por lo general tienden a ser más permeables, más sensibles a la opinión pública, lo que a su vez refuerza el papel de esta última, como debe ser en una democracia.

La inmigración le ha venido a España como agua de mayo, agua en un país asolado por una sequía cultural, resultado de nuestro secular aislamiento. Otros países en los que llueve más a lo mejor necesitan que escampe, pero aquí necesitamos que siga lloviendo.En otros países, la inmigración masiva ha contribuido beneficiosamente al desarrollo económico y a colocarnos en primera línea en los frentes culturales y tecnológicos. España necesita nueva sangre, nuevas ideas, nuevas maneras de hacer las cosas que se combinen con las formas culturales autóctonas para dar lugar a nuevos estilos y a un nuevo modo de pensar y de hacer. Y, por lo que respecta a lo económico, no hay que perder de vista que el extraordinario descenso en la tasa de desempleo, que ha bajado de casi un 24% en 1996 a poco más de un 10% en la actualidad, por debajo de Bélgica y Alemania, se ha producido directamente en paralelo con la entrada masiva de inmigrantes. La inmigración ha traído riqueza y ha contribuido a generar empleo.

También desde una perspectiva estrictamente económica no olvidemos lo obvio, que un español desde que nace hasta que se hace productivo acarrea un coste considerable para la sociedad, mientras que un inmigrante es un valor cuyo coste de preparación ha recaído sobre otra sociedad y que a nosotros se nos entrega gratuitamente, y además generalmente en su momento óptimo. No es cuestión de dilucidar aquí si tal trasvase es justo para la sociedad que lo ha formado, pues tendríamos que entrar en disquisiciones filosóficas sobre la libertad humana y el derecho del individuo a determinar su vida y su futuro. Por lo que a nosotros respecta, nuestro cometido deber ser facilitar en todo lo posible su integración, de modo que se produzca un mutuo enriquecimiento. Y en este sentido son aún muchas las vías que se pueden flexibilizar y explorar. Por ejemplo, se deberían eliminar ciertas restricciones y discriminaciones por nacionalidad que el anterior Gobierno impuso en su tímido programa de reclutamiento condicional de extranjeros para las Fuerzas Armadas.

Por toda una serie de razones -entre ellas nuestra tasa de natalidad, una de las más bajas del mundo- un flujo inmigratorio bien ordenado es una auténtica bendición para España, tanto a corto como a largo plazo. «Bien ordenado» en este contexto significa, entre otras cosas, lo que ha hecho el actual Gobierno: poner en marcha un proceso de regularización en el momento adecuado. Hay que tener presente que la inmigración no se puede regular del modo que se regula el tráfico. Es un fenómeno que exige un planteamiento y un tratamiento esencialmente diferentes de los que se aplican a otras cuestiones sociales. Se alega que los procesos de regularización tienden a ejercer un efecto llamada y que lo que se consigue a la larga es atraer más inmigrantes sin papeles. Como ya he indicado, la alternativa a ese posible efecto llamada no es otra que una política represiva e inhumana. Convenzámonos de que, de un modo o de otro, los inmigrantes no van a dejar de llegar, como no han dejado de entrar en países como Estados Unids, donde se han ensayado todo tipo de políticas inmigratorias y donde periódicamente se producen procesos de regularización (amnistías es como ellos los denominan) sin darle al asunto la carga de dramatismo que se le da en España. España es un país de libertades y de futuro. Ese es el auténtico efecto llamada. A ver cómo se elimina.

El tratamiento ordenado de la inmigración requiere, como es lógico, establecer determinadas restricciones, pero también exige la flexibilidad y la inteligencia suficientes como para darse cuenta de que nos encontramos ante un fenómeno de dimensiones históricas y de ramificaciones globales que van más allá de lo que un Gobierno nacional puede aspirar a controlar (aunque siempre tenga la opción de ignorarlo recurriendo a medidas represivas). Dicho de otro modo, tan necesario es aplicar debidamente la legislación vigente de inmigración como llevar a cabo procesos periódicos de regularización.Además, siempre que no se constaten condiciones laborales abusivas, no conviene aplicar penalizaciones desproporcionadas a los empresarios que dan trabajo a indocumentados, pues el empresario, especialmente si es un inmigrante que contrata a compatriotas suyos, está en su derecho a alegar objeción de conciencia: no se puede exigir a nadie que asista impasible al sufrimiento ajeno, especialmente cuando éste llega a situaciones extremas.

Aún sin olvidar que en su gran mayoría los inmigrantes no vienen a delinquir sino, muy al contrario, a dar lo mejor de sí, es un hecho innegable que en las cárceles españolas un número desproporcionado de reclusos es extranjero. Ello apunta a que en un planteamiento ordenado de la inmigración también debe haber un elemento de discriminación: política flexible y humanitaria hacia quien viene a trabajar y a hacer una contribución positiva y expulsiones expeditivas para quienes vienen a delinquir.

Un país que quiere desempeñar un papel de primera línea tiene que tratar los retos que le presenta la Historia con imaginación y audacia, sin caer en la tentación de aplicar soluciones fáciles pero represivas (para las que no hace falta ninguna imaginación). La Historia no se puede parar. Hay que ir con ella, no contra ella. Por eso nuestra respuesta a la entrada de inmigrantes, dentro de un orden flexible, debe ser un contundente sí. ¡Que vengan! Y cuantos más, mejor.

Juan A. Herrero Brasas es profesor de Etica Social en la Universidad del Estado de California.


El final de los otros
ULRICH BECK

Publicado en EL PAÍS (07-02-2005)

Una avalancha de imágenes del horror y toda una plétora de terroríficas historias individuales han partido el corazón colectivo del mundo. Sin embargo, el realista sociológico que llevo dentro se pregunta: dentro de un año, ¿quién estará al tanto, o querrá siquiera estarlo, de lo ocurrido tras la catástrofe del reciente tsunami que en este momento tiene hechizado a todo el mundo? Ésta no es una pregunta ni irrelevante ni impertinente. En realidad, nos lleva directamente al meollo de la cuestión. Precisamente, las catástrofes naturales no son catástrofes naturales en sí mismas ni por sí mismas, sino mercancía informativa altamente perecedera. Constituyen acontecimientos políticos se mire por donde se mire. Pero si analizamos la vertiginosa sucesión de diversos tipos de catástrofes vividas en los últimos tiempos -mencionemos únicamente tres de lo más ilustrativas: Chernóbil, que representa los peligros globales de la tecnología moderna; 11-S, que simboliza los peligros globales del terrorismo, y el tsunami, que nos ha hecho reparar en la naturaleza como agente que amenaza la vida en el globo sin dejarse impresionar lo más mínimo por nuestros intentos de control écnicocientífico- detectamos que con la generalización de la percepción global de la violencia el riesgo del estado de excepción amenaza con convertirse en norma.

Todavía se siguen haciendo guerras para conseguir territorio y recursos, al igual que en el pasado; guerras entre Estados, el paradigma de amenaza clásica de la Primera Era Moderna. Sin embargo, las devastaciones y los peligros equiparables a los bélicos que ha traído consigo la Segunda Era Moderna y que tienen pendiente a la opinión pública mundial desde el fin de la guerra fría, se han de entender de manera esencialmente distinta. No siguen el modelo de las guerras nacionales entre Estados, sino el patrón de las consecuencias colaterales no pretendidas de victorias científicas o de procesos de modernización exitosos (paradigma Chernóbil, o también la caja de Pandora que están abriendo ahora las promesas de la tecnología genética, la genética humana y la nanotecnología); o bien el modelo de catástrofe pretendida (paradigma terrorismo de Al-Qaeda que tiene como objetivo la vulnerabilidad universal de la sociedad civil), o bien el tipo de catástrofe natural difundida por los medios de comunicación de masas, que se desencadena en realidad en cada sala de estar y sumerge al mundo entero en un estado de observación participativa, sin escapatoria alguna.

El nuevo capítulo de la sociedad del riesgo mundial que ahora comienza se distingue de los antes mencionados en que las catástrofes naturales no se pueden atribuir a decisiones y a actores humanos (el Gobierno, la economía, la ciencia), o por lo menos no en primera instancia, sino justamente a la "naturaleza asesina" o al "Dios castigador". La naturaleza exonera a la política: las cuestiones de alto voltaje político de la culpa y la expiación, el error y la responsabilidad, que fueron las que desencadenaron los terremotos políticos posteriores a Chernóbil y al 11-S, pierden extrañamente todo su sentido.

Eso significa que los Estados y los gobiernos, tan zarandeados por sus fracasos, pueden sumarse ahora a la ola de la compasión universal y cambiar el incómodo papel de acusados y bellacos por el de auxiliadores y héroes caritativos encargados de organizar las correspondientes medidas preventivas a posteriori (ayuda humanitaria, sistemas de alerta preventiva, reconstrucción). Paradójicamente, las catástrofes naturales son para los políticos lo que un oasis en medio del desierto para alguien que está a punto de morir de sed: les permiten reanimarse en las fuentes de las que mana a borbotones la legitimación fresca. Que nadie piense en el canciller Schröder, que no es la primera vez que ve venir en su auxilio a unas inundaciones que le salvan de naufragar en una derrota electoral ya en ciernes; o en el presidente estadounidense, Bush, que, en calidad de Superman de la protección frente a la catástrofe, espera transformar la desconfianza en confianza, sobre todo en el mundo musulmán.

Pero las catástrofes tecnológicas, terroristas y naturales tienen algo en común. El peligro no es directo, no tiene señas, no lleva uniforme, es anónimo, impredecible e imprevisible. A menudo es un peligro en el que jamás se había pensado, inimaginable, hasta que tiene lugar la catástrofe. El 10 de septiembre de 2001 cualquiera que se tomara en serio el riesgo de atentado terrorista no era más que un chiflado histérico; a partir del 12 de septiembre de 2001 cualquiera que no se lo tome en serio es considerado un cobarde ingenuo e irresponsable (¡europeos!). Este efecto de conversión que conlleva la experiencia de la catástrofe explica por qué a menudo los que niegan el peligro hipotético virtual son precisamente los que se convierten post hoc en verdaderos fundamentalistas de la protección pre-activa contra el riesgo.

Tenemos que vérnoslas con la "diferente naturaleza" de unos peligros que no sólo acaban con la vida de miles de personas y muestran al mundo entero la vulnerabilidad de la civilización, sino que también evidencian la falta de ideas y de orientación imperante. Las premisas en las que se funda, por un lado, el sistema de seguridad militar -el concepto de intimidación- y, por otro, el sistema de seguridad tecnológica -el dominio de la naturaleza por la ciencia- han perdido toda su validez.

Por lo que respecta a las amenazas globales, impera más bien el "no saber", a veces el "no saber todavía" y quizá el "no poder saber" o, peor aún, el "no saber que no se sabe". Tenemos un ejemplo de ello en el tema del cambio climático. Al principio nadie tenía ni la menor idea de que justamente el empleo industrial de hidrocarburos clorofluorados como refrigerantes contribuía al calentamiento del planeta y, con ello, a la destrucción de la capa de ozono. Era un caso claro de "no saber que no se sabe", pero que precisamente por eso ha contribuido de forma nada menospreciable a esa catástrofe latente resultado de consecuencias colaterales que es el cambio climático.

Cuando hablamos aquí de "sociedad" del riesgo mundial lo hacemos en un sentido pos-social porque ni en la política ni en la sociedad nacional o internacional existen reglas que especifiquen qué hay que hacer ante este tipo de amenazas imprecisas e imposibles de delimitar, ni cuáles son las estrategias de respuesta a seguir. En este sentido, cada catástrofe se convierte también en escenario de un juego de poder global por ver quién define las futuras reglas de la política internacional. ¿Utiliza EE UU la ayuda a las zonas de crisis para derrotar a Naciones Unidas en su propio terreno, en el ámbito de la ayuda humanitaria, a ojos del mundo entero? ¿O -como esta vez- confían los EE UU la dirección a la ONU?

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. En el caso de las nuevas amenazas, lo primero que se pierde es la distancia. Antes los terremotos ocurrían siempre en otro sitio. También ahora siguen sacudiendo al continente asiático, pero de repente Asia es Europa, está en todas partes, muy cerca: ¡la categoría de los otros ha dejado de existir! Pero es que no sólo se han desplazado las placas tectónicas, los continentes sociales -Asia y Europa, América y África-, también se superponen unos a otros. ¿Cómo es posible? En buena medida porque existe una nueva forma de vida transnacional que se ha ido propagando bajo mano: la poligamia local del turista medio. El cosmopolitismo banal del turismo de masas es el causante de que a lo largo de los últimos 20 años el Primer y el Tercer Mundo hayan ido penetrando uno en el otro, aunque sea en el marco de escandalosos contrastes entre riqueza y pobreza. Esta movilidad extensiva -y además real, imaginaria y virtual- es la que convierte el desastre en algo personal de manera peculiar, más allá de todas las fronteras geográficas y sociales. Todo el mundo sabe que el rostro de la tragedia podría ser el suyo propio.

Es en esta experiencia crítica de la vulnerabilidad personal y de la indefinición e intercambiabilidad de la propia situación con la de los demás donde comienza el cosmopolitismo, originariamente una sublime idea filosófica, por muy desfigurada que se muestre tras haber arraigado en la cotidianidad de la actitud auxiliadora activa. Porque este maremoto también ha tenido consecuencias colaterales inesperadas: ha impulsado la apertura a escala mundial. Convierte al otro excluido en vecino dentro de esta trampa en la que se ha convertido el mundo. Obliga a construir puentes de manera activa más allá de toda frontera idiomática y de toda oposición existente entre grupos étnicos, naciones y religiones.

Mundos enemistados buscan vías de cooperación. En principio esto puede dar pie al abuso ideológico. Pero también podría dar algún que otro fruto: una isla dividida, Sri Lanka, intenta superar las heridas ocasionadas por la guerra civil. Otra nación dividida, Indonesia, ha transigido y abre a la ayuda internacional la provincia de Aceth, donde desde hace décadas se vive un conflicto sangriento con los separatistas. Quizá se acabe dando una oportunidad a la razón pragmática y los Estados víctimas de esta región decidan ensayar un proceso de cooperación duradero, ¿para maximizar su provecho nacional?

Sin embargo, esta mirada cosmopolita apenas toma la palabra en los medios de comunicación. Las estadísticas de fallecimientos constituyen un contraejemplo macabro; en ellas impera, prácticamente sin fisuras, la perspectiva nacional. Los muertos alemanes reciben trato individualizado; por el contrario, "los otros" se contabilizan por millares redondeados y la cifra de heridos y desaparecidos queda sin precisar. La ministra de Exteriores sueca se lamentaba del "trauma nacional". ¿El trauma de quién? ¿El de los indonesios, el de los indios o el de los tailandeses? ¡No, el de los suecos! Eso es ignorar la quintaesencia cosmopolita de la catástrofe; la muerte no sabe de naciones: han sido suecos e italianos, indios y británicos y alemanes y tailandeses y daneses y estadounidenses y africanos y... los que han perdido la vida en esta catástrofe, a un tiempo local y global, y por los que ahora hay luto global. Pero esto no significa en modo alguno que todos acepten una única definición del riesgo. Suponer eso sería un error garrafal. Cuanto más evidente resulta que los nuevos riesgos no se pueden calcular, pronosticar ni controlar de forma realmente científica, mayor importancia cobran las percepciones que tienen las diversas culturas. Y éstas pueden llegar a diferir enormemente entre el Primer y el Tercer Mundo, dependiendo del trasfondo histórico concreto. Pero tampoco existen catástrofes naturales "puras"; siempre entra en juego la acción -¡o la omisión!- humana.

Mientras que el Primer Mundo responsabiliza sobre todo a la "naturaleza bestial", relegando a un segundo plano el porcentaje de responsabilidad propia, en el Tercer Mundo se va perfilando un proceso en el que la amenaza foránea procedente de Occidente va ganando terreno como definición del riesgo. Según este punto de vista, las naciones industriales, con su inmenso consumo de energía, son las principales culpables del calentamiento del planeta y, con él, del aumento del nivel del agua del mar y, en consecuencia, también del desastre acaecido. No es probable que en esta ocasión el presidente estadounidense, Bush, haga un llamamiento a la "guerra contra la naturaleza bestial", pero algunos movimientos fundamentalistas sí que podrían verse ratificados en su "terrorismo contra Occidente" con una definición de riesgo como ésta: para protegerse del próximo maremoto mortal, debemos blindarnos contra la globalización, expulsar a los extranjeros infieles y volver a nuestras raíces islámicas. Ésta es la ambivalencia que irrumpe en el ámbito de la política internacional de la mano de esta última catástrofe: puede ayudar a fomentar la adopción de una perspectiva cosmopolita o bien puede impulsar el fundamentalismo antimoderno (¡no sólo en el islam!), o ambas cosas a la vez.

Tras el terremoto de Lisboa del año 1755, los ilustrados sometieron a Dios al tribunal de la razón humana. Tras la catástrofe de Chernóbil fueron las promesas de seguridad de la civilización científico-técnica las que se sentaron en el banco de los acusados. Tras la catástrofe asiática, ¿denunciarán los países más directamente afectados el imperialismo de la globalización occidental? ¿O la prestación de una ayuda duradera logrará dotar de credibilidad a la promesa occidental de asumir la responsabilidad cosmopolita por el dolor de los otros?

Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich.